No todos son bestias
Estaba yo un día esperando a mi abuelo en el hall de la residencia para salir a pasear, como hacíamos todos los sábados por las mañanas desde hacía ya un tiempo, cuando se sentó junto a mí un anciano. Sabía que mi abuelo iba a tardar, aún quedaban diez minutos para la hora a la que habíamos quedado. El hombre giró la cabeza y me preguntó que si era hijo de Pepe; claro está que él lo sabía y simplemente me preguntaba para entablar una conversación. Me dijo que mi abuelo no paraba de presumir de sus nietos, nada sorprendente, es lo que hacen todos. También me comentó una cosa que despertó mi atención hacia él: Pepe me ha dicho que te gusta la historia, pues lo que viene en tus libros no son más que mentiras, yo viví la guerra y te puedo asegurar que aquello no fue así. Tras decir esto apareció mi abuelo dirigiéndose hacia nosotros, lo que me obligó a despedirme de aquella interesante persona, la cual me dijo de vernos alguna vez más, que prometía contarme sus historias tan solo con la condición de que las escuchase. Mi curiosidad me impidió darle una respuesta que no fuese un Sí.
El domingo de la semana siguiente estuve puntualmente a las diez en la residencia, allí me esperaba Francisco; así me dijo que se llamaba. Nos sentamos en unos bancos que había en la sala de visitas y una vez allí comenzamos a hablar. Se dispuso a contarme algunas de las atrocidades que habían pasado en su pueblo. En una de ellas contaba cómo un niño de su pueblo enfermó y en la ciudad más cercana se negaron a proporcionarle medicamentos por pertenecer a una familia que no era ni si quiera republicana, sino que había sido acusada de ello. Esto hizo que el padre del narrador de la historia tuviese que ir a la ciudad a por los medicamentos, puesto que por aquel entonces se les consideraba del bando de Franco, pero cuando regresó al pueblo ya era demasiado tarde para el desafortunado chiquillo al que querían enterrar en una fosa común. Para evitar esto metieron al niño en una caja de tabaco y cuatro de sus amigos, incluido Francisco, se encargaron de subirla hasta el cementerio, claro está, por la noche, cuando no había nadie custodiándolo. Esa fue una de tantas historias que me contó. La gente era capaz de estar años escondida en cuevas de los alrededores y se mataba personas por culpa de falsas acusaciones de tener ideologías contrarias a las del regente de la época. Sin embargo me quiso dejar muy clara una cosa, que aquella guerra, aquellos asesinatos y aquellas barbaridades que se cometían eran llevadas a cabo por personas y hacia personas, y cada persona llevaba una historia única tras de sí, y muchas veces no tenía nada que ver con la ideología por la que le hacían cometer esos actos o por la que estaban siendo castigados. Gracias a esto, me dijo, se habían cometido actos de bondad o de mero humanismo entre componentes de los diferentes bandos. Yo no pude ocultar mi sorpresa, y Francisco se vio obligado a contarme orgulloso uno de estos casos que él mismo había vivido. Ya su padre se encontraba recluso en una plaza de toros en Valencia por socorrer a un republicano enfermo cuando nuestro protagonista tenía quince años. Fue entonces cuando destinaron dos guardias a su pueblo, pues se rumoreaba que pudiese haber una base republicana cerca de aquella población. Era de noche cuando uno decidió salir de la cantina e irse a hacer la ronda, había empezado su turno. Comenzó a andar muy dispuesto hacía el bosque, según contaba Francisco, cuando de repente, debido al desconocimiento del terreno, la falta de luz y los efectos del alcohol cayó a un pequeño río, que llevaba agua a causa de las lluvias que estaba haciendo ese invierno. Unos republicanos que permanecían escondidos en cuevas cercanas acudieron a los gritos de alguien en apuros, al llegar al rio se encontraron al soldado con una pierna rota y al ver quien era se sorprendieron, pero no dudaron en ayudar a aquel hombre en apuros. Lo llevaron a la cueva en la que se refugiaban y le entendieron sin importar que el guardia pudiese delatar su posición. Al día siguiente regresó al pueblo, afirmó que se había caído y que se había asistido él mismo con lo que llevaba en la mochila, que había dormido en una cueva y había regresado al día siguiente consiguiendo así que no rastreasen la cueva en la que se encontraban los que le habían ayudado, pues si había dormido allí se dio por hecho que no había republicanos en ella.
Aquella historia hizo que me diese cuenta de que en las guerras se cometen actos inhumanos y lo vemos como algo normal cuando en realidad lo lógico debería ser tener esos actos de humanismo, de bondad de unos hacia otros en los que las personas demuestran que les diferencia del resto de bestias que pueblan el planeta Tierra.
Juanjo Arcos – 1º BACH A (2013 – 2014)