Mi abuela Piedra
Me gustaría realizar este trabajo a modo de pequeño homenaje a toda una generación de personas que vieron marcadas sus vidas por la guerra civil española y en especial a mi abuela Piedra.
Gracias al sufrimiento, esfuerzo y sacrificio de todos ellos, hoy podemos vivir en esta sociedad el bienestar que nos dejaron y que muy a su pesar, algunos parecen no apreciar.
Hannah Yagüe Arellano
Curso 2019/2020
IES
Hannah nos relata con enorme detalle, buen estilo y profundidad la vida de su abuela Piedra, que nació en 1931 en un pequeño pueblo de Extremadura, llamado Campanario.
Mi Abuela nació en 1931 (tiene 89 años) en un pequeño pueblo de Extremadura, llamado Campanario. Fue la mediana de tres hermanas, creció en el seno de una familia humilde. Su Padre, Laureano, era conductor militar en el ejército de la República y fue enviado a África por traslado a un acuartelamiento de Melilla de su superior, por lo que pasaba largos periodos de tiempo fuera de casa y su mujer Antonia, ama de casa, madre de mi abuela, se quedaba en la península para el cuidado de sus hijas.
La vida en el Pueblo era sencilla, pero muy dura, era gente muy trabajadora sin apenas estudios, muy vinculada al campo; trabajo arduo, exclusivamente manual y poco fructífero. Era verano y la sequía azotaba campos, animales y hombres, amenazando los pocos recursos que tenían los agricultores y ganaderos. Bajo esta pésima estampa, los vecinos, en su mayoría muy devotos, vivían bajo la sombra de los «poderosos». Señoritos, terratenientes, caciques, de los que dependía el sustento de muchas familias de jornaleros que trabajaban en sus tierras, junto con el cura, el alcalde, el médico y la Guardia Civil, completaban el elenco de notables, bajo su influencia se desarrollaba la vida de su pueblo.
La mayoría de las casas no disponían de luz eléctrica, ni agua corriente, ni aseo como lo conocemos ahora. Tenían que ir a la parte trasera de la casa donde estaba la cuadra para hacer sus necesidades. Más de una vez, cuenta mi abuela, que tuvieron que salir corriendo porque entraba una «bicha» (expresión utilizada para llamar a una culebra en esas tierras) por el agujero que daba al campo. Se lavaba la ropa en un lavadero de piedra situado en un arroyo donde se juntaban las mujeres; el agua para beber se recogía en un pozo o del arroyo en tinajas o vasijas que se cargaban a la cadera, cabeza u hombro y en el mejor de los casos a lomos de un burro durante varios kilómetros. Bajo estas duras condiciones vivían, crecían y jugaban los niños y niñas del pueblo, entre ellos mi abuela, quien a pesar de ello lo recuerda emocionada. Sus recuerdos de la niñez se entrecruzan con los de la guerra y las penurias de la posguerra, y pese a ello aún mantiene vivos y alegres muchos recuerdos infantiles.

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Pronto le tocó a mi familia, recordemos una mujer sola y tres niñas pequeñas sin el cabeza de familia para protegerlas, comentarios como «Su marido está en África ¿no?» «tu padre ya habrá matado a muchos ¿a que sí?». Ya se le presuponía que estaba con el ejército sublevado, las miradas inquisidoras, las impertinencias, el vacío social de gran parte del pueblo, sin embargo algunos las ayudaron como pudieron aunque, eso sí, sin que el resto se enterara, en silencio. El miedo es malo, muy malo. El padre de mi abuela a lo largo de su vida había ayudado a mucha gente y ahora algunos correspondían pero aún así, en estas condiciones las cuatro vivían atemorizadas.
Mientras que el frente de Extremadura iba avanzando y se acercaba a la Serena (conjunto de municipios pertenecientes a la provincia de Badajoz) territorio republicano pero acosado por los nacionales, donde se enclava el pueblo de mi abuela, las condiciones se fueron agravando, la gente tenía mucho miedo, otros estaban exaltados y deseosos de combatir. Ya hubo varios arrestados, incluidas mujeres, supuestamente por ser simpatizantes de los sublevados, la gente se enclaustraba en sus casas, salían poco, hablaban menos, acumulaban y escondían víveres y provisiones por lo que pueda pasar (de ahí la costumbre de muchas personas mayores en la actualidad de acumular y guardar medicinas y alimentos, no es más que un recuerdo de su pasado de penurias y escasez).
Su madre con las tres niñas pequeñas abandonó su casa en el pueblo y se «trasladó» o mejor dicho huyó, aprovechando la oscuridad de la noche, a las afueras del mismo a más de 5 Km., a un páramo yermo casi desértico en el que se enclava la Ermita de la Virgen de Piedraescrita (ya sabéis por qué mi abuela tiene ese curioso nombre).
Allí a las afueras del pueblo, solas, las cuatro se mantuvieron a salvo y subsistieron, cuidando las instalaciones de la Virgen con el permiso del cura a cambio de poder cobijarse allí. Con algunos pequeños animales de granja como gallinas, un par de conejos, cogían huevos de paloma del campanario y cultivaron un pequeño huerto. Esporádicamente recibían la ayuda de algún vecino caritativo, que a escondidas les acercaban algún alimento o utensilio.
Mi abuela recuerda la soledad de la ermita, alejada de todo y todos, en lo alto de un cerro, en plena naturaleza, tanto es así que un día cuando estaba dando de comer a unos pollitos recién nacidos un águila se abalanzó sobre ellos y se llevó varios en un abrir y cerrar de ojos entre sus propios pies.


Los sublevados pronto avanzaron y tomaron el valle de Guadalefra y se dirigían hacia Badajoz teniendo que retirarse el ejército republicano rápidamente. Su padre nuevamente tuvo que permanecer otra vez escondido, esta vez por la represalia de los ahora llamados «nacionales» que le consideraban un traidor o desertor.
Tuvo que vivir en el páramo, en las inmediaciones de la ermita y ser alimentado de vez en cuando por mi abuela y sus hermanas ya que siendo niñas los nacionales no sospechaban. En varias ocasiones se presentaron allí en su busca y recorrían los campos para encontrarle, y así al poco tiempo su padre murió debido a las condiciones tan extremas en las que tuvo que vivir.
Su revólver lo dejó escondido en un montón de cal que tenían en medio del patio, envuelto en un trapo por si su madre tenía que hacer uso de él. Así que ahora solas nuevamente en plena Guerra Civil, tuvieron que sobrevivir.
Mi abuela recuerda con miedo en los ojos cómo tenían que correr campo a través para refugiarse en un pozo vacío porque la aviación italiana lanzaba bombas y ametrallaban el valle. Fueron alcanzados el puente que había para cruzar el río Guadalefra y varios búnkeres y trincheras republicanos que allí se hicieron. Hubo muchos muertos y desolación tras el avance por el valle. Su pueblo fue ocupado.
En muchas ocasiones cuenta que tenía que correr a esconderse junto con su madre y sus hermanas entre las viñas y la maleza de los campos para que los soldados «moros» no las vieran y las violaran como hicieron en muchos lugares de la comarca.
Según recuerda mi abuela, la represión llegó rápida aún sin acabar la guerra, la apisonadora fascista con su propaganda no tardó en convertir su pueblo en un pueblo «nacional», como hizo con toda España. Rápidamente asumieron la alcaldía y la confianza de los poderosos. Sus habitantes pese a sus pérdidas materiales y humanas empezaron a asumir la nueva realidad con cierta normalidad, aún antes de haber terminado la guerra.
Una vez finalizada ésta, la Iglesia que se postuló notablemente a favor de los «nacionales», tomó todavía más importancia si cabe en el pueblo, se reconstruyeron rápidamente los edificios religiosos y se les dio nuevos privilegios.
Pese a ello mi abuela junto con sus hermanas y madre fueron «protegidas» por ésta al haber sido las encargadas de cuidar la ermita de nuestra señora de Piedraescrita, pudiendo así continuar su vida bajo el beneplácito de ésta.
Comentario de Juan Gutiérrez >
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